El padre y la partera decidieron matar a la bebé, que no hacia más que llorar y con su gargantita hacer sonar los maleficios de la bruja.
El padre, con los ojos hundidos en el mar de desgracia ahogó a la bebé en un lago que encontró colinas atrás de su casa. Al regresar le informó a la partera, que lo esperaba impaciente. Ambos sumidos en tristeza decidieron gastar el resto de su vida maldita juntos y quisieron pensar que todo se volvería una paz, de esas que sofocan a uno sin darse cuenta que sus labios mueren.
Pero como todos los hombres, se habían equivocado. Ellos, al matar a la bebé habían propagado la maldición que sólo se había germinado en la nena de huesos blandos y comenzaron a oír las historias de aquel lago blanco, en las que los granjeros, cargando entre sus brazos sus hijas más jóvenes en sus brazos se hundían.
El padre y la partera, sin saber que hacer volvieron al lago, ambos cargados de crucifijos. Se acercaron a la orilla y vieron y vieron de l agua emerger la cabeza de la bebé, quien con sus ojos sin la intensidad de los que han sido abiertos los vio. El hombre tomó valor y trató de apuñalar la cabeza de la bebé con su crucifijo. Falló y cuando la partera le pidió que detuviera se dio media vuelta con la maldición ya pudriendo sus venas. Acuchilló el vientre de la partera que gritó, profiriendo en cada silencio las risas de la bruja, la cargó en brazos y ambos caminaron hacia al lago, hasta que sus cabezas, se perdieron.